Por Sandro ROJAS FILÁRTIGA
Aspectos extraídos del libro MEMORIAS DE UN COMBATE
NICASIO LUNA – hermano de Hermindo Luna
“Siento que está a mi lado con su mano en mi hombro”
En 1961 o 62, no recuerdo bien, hubo una inundación grande en Rio Pilcomayo, lugar que residíamos. El rio se llevo todo, entonces mi papá decidió levantar nuestra vivienda y nos mudamos a Las Lomitas. La Comisión Internacional de Límites, en la cual mi padre trabajaba como capataz, que tenía sus oficinas allí junto a Gendarmería, también mudó su sede a Lomitas afectados por la mencionada inundación. Años después también levantó definitivamente la oficina y se instaló directamente en Buenos Aires.
Cuando Hermindo tenía 17 o 18 años también trabajó unos seis meses en la Comisión haciendo deslindes en los límites de Argentina y Paraguay.
Mario, Hermindo y yo éramos muy pegados los tres por la escasa diferencia de edad. Hermindo era muy travieso, mi papá le había puesto de sobrenombre “garabato” en honor a una planta que hay en Lomitas y que cuando pasas cerca se te prende del cuerpo.
Cuando al día de hoy se sigue hablando de un Hermindo Luna apocado, tímido y analfabeto me da mucha bronca, impotencia. Era justamente todo lo contario.
También mencionan que mi mamá vino descalza desde Lomitas el día que matan a mi hermano, realmente es descabellado que una persona camine 300 kilómetros descalza, ni siquiera resiste análisis esa versión.
Fuimos una familia humilde pero nunca pasábamos penurias, jamás nos faltó la comida a pesar que éramos 12 hermanos. Con Hermindo, de chicos comenzamos como lustrabotas, juntábamos las monedas para poder ir al cine. En Lomitas había dos, uno era el Ateneo de los Curas y el otro era el Cine Yunka de Gendarmería. Nos gustaban mucho las películas de cowboy y de guerra. A veces no nos alcanzaba para las dos entradas, entonces pagaba uno y entraba, se sentaba cerca de una ventana y cuando se apagaban las luces, el que estaba adentro la abría para que el otro se pueda colar. Travesuras de chicos.
Terminamos la escuela primaria en el turno noche. Él andaba siempre por el monte y se perdía muchos días, era realmente “tremendo”. Era corajudo y cada vez que sus amigos necesitaban de él decían “que vaya lunita que no tiene miedo”. Sin dudas era un aventurero.
Ya jóvenes pusimos con mis hermanos una ladrillería. De chico yo había trabajado en un horno de ladrillos como “barrero”, que era colocar el barro en una turbina para hacer el ladrillo. Recurrimos a Remigio, otro de mis hermanos que trabajaba en un Banco. Le pedimos prestado para poner la empresita pero finalmente nos bancaba en todo. Con el horno de ladrillos nos mandamos todas las macanas posibles, desde hacer ladrillos de pésima calidad hasta errar la cantidad de fuego para poder coserlos. En esa época solo nos preocupaba que llegue el sábado para poder “salir de joda”.
Hermindo parte para hacer la colimba y Mario es dado de baja en el regimiento entonces nos quedamos con Mario a cargo de la ladrillería.
Ese domingo 5 de octubre, a eso de las cuatro y media de la tarde, nos tiramos con Mario y Remigio bajo un algarrobo grandísimo que había en el terreno de la ladrillería. Un sol abrasador nos quemaba, hacia muchísimo calor. Quince minutos después de recostarnos, una nube negra cubrió el cielo. Quedo unos minutos tapándonos y luego desapareció. Nos quedamos mirándonos sorprendidos por tan extraño hecho.
Cerca de las 18 horas Remigio se va. Más tarde, junto a Mario, nos encaminamos hacia el pueblo en busca de vino y soda. Luego de comprar, regresábamos por una senda atravesando un campito. De un pastizal sale un perro negro, enorme, y se para frente a nosotros con sus patas en mi pecho, nos quedamos helados, luego de unos segundos el perro se baja y pasa a nuestro lado desapareciendo en la oscuridad.
Llegamos a la ladrillería pero por el susto se nos habían pasado las ganas de tomar.
Nos quedamos charlando un rato y nos dispusimos a dormir.
A las seis de la mañana ya estábamos de pie nuevamente para comenzar a cortar el adobe. Cerca de las ocho llega una camioneta con Remigio abordo. Él nos trajo la noticia que habían matado a Hermindo.
Fue un golpe tremendo, recuerdo haber tirado la adobera con la que estaba trabajando, me subió un frio helado por la espalda, me temblaban las piernas, no podía creer que habían matado a mi hermano.
Al rato fuimos todos para mi casa, nos encontramos con mi mamá, estaba destrozada.
Inmediatamente después del ataque destacaron a una unidad de Gendarmería con asiento en Clorinda, allí estaba destinado como cabo otro hermano nuestro, Timoteo.
El fue el único que vio el cuerpo de Hermindo.
El pueblo entero recibe el cuerpo de Hermindo. El ataúd que traslado el cadáver llegó tapado, ese fue el dolor eterno de mi mamá, que no pudo despedirse de su hijo.
La ausencia de mi hermano la sufro hasta el día de hoy. Pasaron casi 43 años pero nunca lo olvido, lo recuerdo cada día, se aprende a vivir sin un ser querido, pero es muy difícil su ausencia. Es un vacio imposible de cubrir.
Desde su partida, cada vez que salgo a la calle susurro; “Hermindo, acompañame” y siento que él está a mi lado con su mano en mi hombro.
*Fragmentos del Capítulo perteneciente al libro MEMORIAS DE UN COMBATE de Sandro Rojas Filártiga.
Si deseas comunicarte con el autor podés enviar un correo electrónico a:memoriasdeuncombate@gmail.com
Asimismo el libro es complemento del documental LOS VALIENTES DE FORMOSA