Por el ST (Res) I Sebastián Miranda
Resulta habitual que en el lenguaje de uso común y aún en el ambiente castrense, se confundan tres tipos de organizaciones, las milicias, los Guardias Nacionales, y las reservas. Si bien están históricamente vinculadas, es importante establecer con precisiones las diferencias existentes. Los escenarios militares han ido cambiando y siguen haciéndolo constantemente. Sin embargo, las lecciones del pasado pueden ser útiles para la organización del actual sistema de reservas de las FFAA.
Milicias y las fuerzas regulares
En la etapa del Imperio Hispánico, la vastedad de los dominios españoles hizo que se asignaran las tropas regulares o veteranas, hoy las llamamos Cuerpo Permanente, a las zonas críticas a defender. En el caso de América, ciudades, puertos y puntos estratégicos eran los elegidos para destinar a las unidades más importantes de veteranos. La Habana, Cartagena de Indias, Lima y su puerto de El Callao, Valparaíso son algunos de los ejemplos.
El resto de los lugares debía organizarse lo mejor que podía sobre la base de un núcleo reducido de veteranos que, esporádicamente, entrenaban a los vecinos (varones que tenían casa, empleo y sabían manejar armas, equivalente posteriormente al concepto de ciudadano) que integraban las milicias. La situación era compleja dado que el espacio geográfico a defender era muy extenso y las pésimas comunicaciones (falta de caminos, puentes, presencia de grandes obstáculos naturales como ríos, selvas, montañas, etc.) en la mayor parte el imperio hacía que el apoyo mutuo entre las diferentes regiones fuera difícil.
En las zonas críticas, por ejemplo el Paraguay y Misiones, por la permanente amenaza de los portugueses, se crearon gobernaciones militares donde el mando político y castrense se concentraba en una sola persona, el Capitán General.
Los cuerpos de veteranos se organizaban sobre la estructura tradicional de las Armas: Infantería, Caballería, Artillería e Ingenieros, agregándose los Blandengues especialmente preparados para operar contra los indígenas en las fronteras interiores.
Las milicias se formaban sobre la base de los vecinos convocados a tal efecto. La cantidad variaba de acuerdo a las necesidades, considerándose “útiles para el servicio” a los varones de entre 14 y 45 años. En Buenos Aires, más allá de que existía una organización informal entre los vecinos dado que todo hombre sabía como parte de su educación básica montar a caballo y usar armas, las milicias fueron creadas mediante una Real Instrucción el 28 de noviembre de 1764.
En el Río de la Plata la presencia de veteranos, “en los papeles” en 1771 era de 2.500 hombres. Las jornadas de instrucción eran denominadas “asambleas”.
Desde la creación del Virreinato del Río de la Plata en 1776 los sucesivos virreyes intentaron reforzar desesperadamente las defensas que eran escasas. Las guerras contra los portugueses y, especialmente, contra los británicos, hacían de la capital virreinal un blanco fácil como quedó demostrado en 1806 con motivo de la primera invasión inglesa.
Con poco más de 1.500 hombres el General W. C. Beresford tomó la capital del virreinato. Más allá de los errores del virrey, el Marqués de Sobremonte, la realidad es que los efectivos y armamentos de los que se disponía eran escasos. La Reconquista el 12 de agosto de ese año y la amenaza de una segunda invasión que se materializó el año siguiente, obligaron a las autoridades a preparase para enfrentar a los británicos.
Se produjo entonces un hito en la historia militar argentina: el 6 de septiembre de 1806 el nuevo virrey en ejercicio, Don Santiago de Liniers expidió una proclama incitando a los habitantes de Buenos Aires a formar cuerpos militares de acuerdo fundamentalmente al origen de sus integrantes: “Uno de los deberes más sagrados del hombre es la defensa de la Patria que le alimenta; y los habitantes de Buenos Aires han dado las más relevantes pruebas de que conocen y saben cumplir con exactitud esa preciosa obligación”.
Nacieron así los históricos cuerpos de Húsares, Carabineros de Carlos IV, Migueletes de Caballería, Quinteros o Labradores, Arribeños, Pardos y Morenos, Patricios, los Patriotas de la Unión, el Batallón de Marina, el Tercio de Andaluces, el de Gallegos, el de Vizcaínos, etc., por solo nombrar algunos de ellos. Estas unidades eran entrenadas por los veteranos.
Como la amenaza británica era inminente, se realizaba instrucción todos los días de seis a ocho de la mañana.
Fueron en 1807 estos cuerpos de milicias la clave para la derrota de la segunda invasión inglesa, venciendo a un imponente ejército veterano de casi 10.000 hombres (el doble de efectivos del Ejército de los Andes) que llegaron en una escuadra de más de un centenar de naves.
Los cuerpos de milicias tuvieron un rol importantísimo en la Revolución de Mayo, siendo la Legión o Cuerpo de Patricios clave para lograr la expulsión del virrey Baltasar Hidalgo de Cisneros y el establecimiento de la Junta Provisional Gubernativa, primer gobierno patrio autónomo. La reacción contrarrevolucionaria obligó a las autoridades a dar forma a un ejército regular o cuerpo permanente.
De esta forma la Junta Provisional Gubernativa emitió una proclama el 29 de Mayo de 1810 transformando los Batallones de milicias en Regimientos regulares. Esta proclama es considerada el acta de nacimiento del Ejército Argentino, que se formó entonces sobre la base de los Batallones de Milicias creados el 6 de septiembre de 1806.
Los escasos oficiales formados profesionalmente en el Ejército Español y los que se improvisaron sobre la base de la experiencia, fueron puestos al frente de los ejércitos libertadores librando las campañas al Alto Perú, Banda Oriental y Paraguay.
La llegada del teniente coronel José de San Martín en 1812 brindó un nuevo impulso a la organización del ejército profesional ya que se trataba de un militar de vocación y carrera con una amplia experiencia al haber combatido en y contra los mejores ejércitos de Europa. El 21 de marzo de ese año obtuvo la autorización del Primer Triunvirato para la creación del primer escuadrón del Regimiento de Granaderos a Caballo, que se convirtió a partir de entonces en una unidad modelo para la de las Provincias Unidas. La creación del Ejército de los Andes (1 de agosto de 1816) marcó un nuevo hito en la formación de una fuerza profesional.
Simultáneamente las fuerzas regulares y las milicias libraron una cruenta guerra en el norte argentino, combinando a las del Ejército del Norte con las de Martín Miguel de Güemes, formando una barrera inexpugnable que detuvo ocho invasiones de las mejores tropas de Europa, permitiendo, al cubrir el flanco norte, la organización y operaciones del Ejército de los Andes.
El 9 de enero de 1817 las columnas y destacamentos comenzaron a avanzar desde el actual territorio argentino hacia sus objetivos en Chile. Es destacable que, además de las fuerzas del Ejército de los Andes, numerosos guardias cívicos, en la práctica milicias, se integraron a los destacamentos como personal combatiente (80 milicianos con el destacamento del coronel Zelada; otros 80 con el del coronel Cabot y 30 con del del capitán Lemos).
Liberado el territorio chileno, nuevamente las fuerzas de línea se combinaron con las milicias. La campaña al Perú implicó las operaciones del general Antonio Álvarez de Arenales en la sierra con fuerzas regulares que portaban armamento para equipar a la población que se sublevaba, integrando inicialmente fuerzas irregulares que gradualmente se incorporaban a las de línea. Mientras tanto desde el actual norte argentino y el territorio del Alto Perú las milicias seguían generando trastornos al enemigo obligándolo a la dispersión de medios humanos y materiales, contribuyendo a la campaña sanmartiniana.
La crisis desatada en 1820 a raíz de las guerras civiles generó un profundo trastorno a la organización de las fuerzas militares. Amenazado por el avance de las montoneras santafesinas y entrerrianas al mando de Estanislao López y Francisco Ramírez, lugartenientes de J. G. Artigas, el director supremo José Rondeau ordenó al Ejército de los Andes repasar la cordillera y acudir en defensa del directorio.
La misma orden fue enviada al Ejército del Norte, acantonado en Tucumán. El general José de San Martín desobedeció la orden, considerando prioritaria la gesta liberadora.
El general M. Belgrano, ya muy enfermo, solicitó licencia y volvió a Buenos Aires para fallecer el 20 de junio de 1820. El Ejército del Norte comenzó a desplazarse hacia Buenos Aires, pero se sublevó en la posta de Arequito (5 de enero de 1820), disolviéndose como fuerza militar. Las pocas fuerzas que J. Rondeau logró reunir fueron vencidas en la batalla de Cepeda el 1 de febrero de ese año. Lo más grave de este proceso fue la renuncia del director supremo y la disolución del Congreso Constituyente reunido en Buenos Aires. De esta forma desapareció la autoridad central. El nuevo gobernador de la provincia, Manuel de Sarratea, suprimió el Ministerio de Guerra y el Estado Mayor General, reemplazándolos por un Despacho de Guerra, organización netamente provincial.
Para resolver el problema que generaba la carencia de un gobierno central, las ex intendencias, que comenzaron a fragmentarse en provincias, recuperaron sus poderes, delegando en un gobernador (habitualmente el de Buenos Aires) el manejo de dos atribuciones características del gobierno nacional o federal: el manejo de las relaciones exteriores y los negocios generales de todas las provincias. Sin embargo, el gobierno federal como tal había dejado de existir.
La crisis repercutió directamente en la organización militar dado que prácticamente desparecieron las fuerzas nacionales, centrándose el poder militar en las milicias provinciales. El estado de guerra civil constante generó un grave daño contra los intentos de recuperar un cuerpo permanente de carácter nacional. La ley de retiro sancionada durante el gobierno de Martín Rodríguez y Bernardino Rivadavia en Buenos Aires (1820-1824) disminuyó drásticamente el número de oficiales en servicio activo y privó de todo apoyo a la gesta sanmartiniana en Perú, obligando al Libertador a buscar el apoyo de Simón Bolívar y, posteriormente, marchar al exilio. Solamente quedó un número reducido de tropas estables.
Para el Cuerpo Permanente se recurrió al reclutamiento forzoso mediante la llamada ley de “vagos y mal entretenidos” que se mezclaban con los voluntarios que servían a partir de los 18 años por lapsos de entre dos y cuatro años.
La declaración de guerra por parte del Brasil a raíz de la disputa por la Banda Oriental (anexada por los portugueses a partir de la invasión de 1816) impulsó la creación del Ejército de Observación, después conocido como Ejército Republicano, al mando primero de Martín Rodríguez y posteriormente de Carlos María de Alvear.
La reconstrucción del ejército nacional había comenzado el 12 de marzo de 1825 cuando el gobierno provincial elevó un proyecto a tal fin. Dirigida políticamente por el gobernador de Buenos Aires y encargado de las relaciones exteriores de las Provincias Unidas del Río de la Plata, Juan Gregorio de las Heras, esta nueva fuerza recuperó lo que podemos considerar como un ejército nacional.
Posteriormente el mando político pasó al presidente B. Rivadavia. Lo mismo ocurrió con la Marina, puesta bajo el comando del Almirante Guillermo Brown. En las operaciones que derivaron en las grandes victorias de Bacacay, Ombú, Camacuá, Yerbal e Ituzaingó, las tropas republicanas fueron eficazmente apoyadas por las milicias orientales libres al mando de Juan Antonio de Lavalleja y Manuel Oribe. Las milicias locales junto a los corsarios volvieron a destacarse en la defensa de Carmen de Patagones donde derrotaron a una gran fuerza brasileña el 7 de marzo de 1827.
La renuncia de Bernardino Rivadavia a la presidencia a raíz de la guerra civil y el tratado firmado con Brasil motivaron el retorno del Ejército Republicano a territorio argentino. Dos de sus jefes, Juan Lavalle y José María Paz, dirigieron las revoluciones que condujeron al fusilamiento del gobernador de Buenos Aires Manuel Dorrego y al establecimiento de la Liga Unitaria en el Interior. Es a partir de este proceso que las fuerzas regulares se disuelven como tales, pasando a formar milicias integradas a los bandos unitario y federal.
De estas milicias quizás la más conocida fueron los “Colorados de Monte” caracterizados por su nivel de instrucción y disciplina. Si bien se conservaron algunas unidades regulares, el peso de las acciones militares internas y externas (guerra contra la confederación peruano – boliviana, bloqueo francés, anglo-francés, campañas contra Fructuoso Rivera) recayeron en las milicias provinciales que servían como instrumento militar tanto para la defensa de la soberanía nacional como de los intereses de los gobernadores y caudillos.
Esta situación persistió hasta la batalla de Caseros. El 3 de febrero de 1852 un ejército formado por unidades entrerrianas, correntinas, orientales, unitarias y especialmente el ejército imperial del Brasil, vencieron a las fuerzas rosistas. El predominio de Justo José de Urquiza y su proyecto de organización nacional que tenía como piedra angular la sanción de una constitución marcarían un nuevo hito en la organización de las fuerzas nacionales y en los intentos de disminuir el poder de las provinciales.
En la próxima entrega, se verá como de milicias se fueron consolidando la profesionalización del Ejército, germen de nuestro actual Ejército Argentino, a través de distintas etapas, en la que se explicará a los Guardias Nacionales.
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Licenciado y profesor de Historia. Subteniente de Reserva del Arma de Infantería.
Sin dudas la investigación más importante sobre el período es BEVERINA, Juan (Cnl). El Virreinato de las Provincias del Río de la Plata. Su Organización Militar. Contribución a la Historia del Ejército Argentino, Buenos Aires, Círculo Militar, 1992.
Proclama del Comandante General de las Armas Don Santiago de Liniers, Buenos Aires, 6 de septiembre de 1806.
BEVERINA, Juan (Cnl). Las Invasiones Inglesa al Río de la Plata 1806-1807, Buenos Aires, 1884 Editorial Círculo Militar, 2008 y ROBERTS, Carlos. Las invasiones inglesas, Buenos Aires, Emecé, 2000.
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